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El espacio que había entre los dientes de su madre, a Rosa le provocaba gran curiosidad. A menudo preguntaba la razón y ella siempre explicaba lo mismo, que se le estaban juntando mucho y el dentista sacó uno para que no se montaran.
Tenía sobre la nariz salpicadas un grupo de pequeñas pecas cafecitas que le parecían divertidas, y los ojos, para qué decir, eran hermosos.
Para Rosa su madre era bella y dulce, dulce y lejana, lejana y volátil. Si Rosa pudiera describir a su madre hoy, diría que es fugaz, como un viento que pasa meciendo las hojas y luego se va más allá.
Cada día cuando cocinaba cantaba una canción, para despertarla por la mañana cantaba otra canción y también para acostarse había una canción.
Rosa sentía que su madre vivía en un mundo ajeno, lejano, al cual ella no podía entrar, seguramente las canciones que sabía, habían salido de uno de los cuadros de la pared. Creía que detrás de cada cuadro existía un mundo, un espacio al cual su madre entraba por las noches cuando ella dormía. Los cuadros eran puertas hacia otros mundos, los observaba largos ratos y soñaba imaginado historias y viajes en esos paisajes extraños, sus preferidos eran dos cuadritos pequeños que tenían un fondo azul lleno de sombras y luces y uno o dos personajes cuya silueta mostraba figuras humanas orientales, estilizadas, con sombrero de chinito y remando de pie sobre una delgada canoa o caminando a la hora del crepúsculo por valles solitarios en dirección al horizonte.
Algunas veces Rosa acompañaba a su madre a la clínica donde trabajaba, el viaje era muy entretenido y la niña sentía que en esos momentos era amiga de su madre, conocía sus trámites secretos y la veía en una faceta de mujer adulta e independiente, arreglada y segura de si misma. Iban todo el camino conversando, se subían al metro y comentaban las calles y los edificios, Rosa hacía muchas preguntas y Josefina le explicaba todo con una respuesta clara, ella quedaba muy satisfecha, pensaba que Josefina, que era el nombre de su madre, era una mujer de las cuales se debe sentir orgullosa cualquier hija.
Al llegar todo cambiaba, traspasaban la puerta, ella hablaba con algunas personas y dejaba a Rosa a cargo de las enfermeras o alguna secretaria, luego de eso se esfumaba para hacer sus trámites.
Era común que la niña partiera sin rumbo a caminar por los innumerables pasillos de la clínica, caminaba observando todo a su alrededor, aparentemente no existía restricción para que circulara libremente por el edificio, al parecer las personas de la clínica conocían a Rosa o bien ella era invisible, pues nunca le impidieron el paso hacia ningún sector. Uno de los lugares que visitaba con mayor interés era una gran sala llena máquinas y calderas que tenía como techo sólo planchas verdes de fibra de vidrio que dejaban pasar la luz y todo allí parecía una esmeralda, los aceros brillaban con tonalidades verdes y las murallas se iluminaban reflejando ese hermoso color. Los pasillos de la sala eran como plataformas suspendidas sobre el suelo, tenían piso de goma antideslizante y barandas metálicas a ambos lados. Allí podía creer que se encontraba en una nave espacial, y los vapores de las calderas anunciaban el inminente despegue hacia el espacio exterior.
Cuando se aburría de jugar a los exploradores del universo seguía su camino. Al avanzar a través de la sala de máquinas se llegaba a la salacuna, éste era el único sitio donde Rosa conversaba con alguien, llegaba y ahí se encontraba Mirella, una enfermera a la cual su madre le había presentado personalmente y daba la impresión de que eran amigas, de hecho su madre al llegar le indicaba: anda a la salacuna, ahí está la Mirella, ahí te puedes quedar mirando las guagüitas.
En sus despreocupados recorridos hacia algún lugar por descubrir pasaba por dos o tres ventanales grandes, los que del otro lado dejaban ver exóticos patios interiores que más bien parecían invernaderos y a Rosa le hubiera encantado poder entrar a uno de ellos y respirar profundo por la nariz y sentir el verde de las plantas y la humedad de la tierra, pero nunca encontró la puerta, no se explicaba cómo llegaron esas plantas ahí ni como las regaban.
Otro lugar que le parecía muy particular era el comedor, al cual se llegaba después de atravesar un largo pasillo inclinado completamente cerrado en sus cuatro costados, un verdadero túnel. Al final había una puerta de doble hoja y goma en los bordes, las manillas metálicas estaban siempre frías. En ese lugar las personas sí le hablaban, pero no eran amables, parecían fijarse en ella sólo para regañarla por el puro hecho de sentir el impulso incontrolable de avanzar por el pasillo corriendo y aterrizar de frente ante la puerta que se abría violentamente y del otro lado todos los comensales giraban su cabeza y la quedaban mirando fijo a los ojos con cara de perro enojado. Lo hizo sólo algunas veces, con el tiempo aprendió a comportarse.
El mobiliario del comedor constaba de mesones y bancos de cemento pintado que continuaban la línea de los muros, se parecían un poco a asientos del metro. En el comedor las personas retiraban sus bandejas plásticas y se sentaban a comer manteniendo una conversación baja, cuando iba acompañada de Mirella era bien recibida, le servían una bandeja con muchos compartimientos de varios tamaños y formas. En uno de los espacios cuadrados más pequeños habitualmente se ofrecía una jalea con fruta picada. Para Rosa la jalea era un precioso zafiro transparente y tardaba largos minutos en comerla. Si era de color verde, se le antojaba una esmeralda, si era roja le parecía un rubí, no disfrutaba de su sabor, era más bien desabrida, pero era precisamente eso lo que le gustaba, su consistencia inmaterial, Rosa gustaba de los alimentos desabridos como las galletas de chuño que dan a los enfermos, o las galletas de oblea a las cuales les comía sólo la masa delgada y quebradiza, dejaba toda la crema. Una de las cosas que Rosa soñaba probar era la masa de la ostia, le habían dicho que al depositarla en la lengua se deshacía como agua. Se la imaginaba suave y fresca y le atribuía la propiedad de hacer sentir a quien la comiera una inmediata conexión con Dios y los seres espirituales. Rosa nunca probó la ostia, no hizo la primera comunión, se retiró de la catequesis pues no la entendió, ni a los otros niños que allí acudían, le parecían crueles, envidiosos, lejanos de Dios.
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Rosa pasaba la mayor parte del tiempo acompañada de su padre, pues Josefina hacía largos turnos en la clínica durante los cuales no la podía llevar, eran turnos de un día y una noche o incluso de hasta dos días seguidos.
Su padre era un hombre reflexivo de rostro melancólico, de escasas palabras con las demás personas, pero a pesar de eso los mejores momentos de su infancia fueron con su padre, él le enseño el otro sentido de las cosas, si su madre se encargaba de las cosas prácticas a él le tocaba el papel de ampliar más todavía su gran imaginación de niña, a diario le contaba unos diez cuentos que generalmente hablaban sobre niños curiosos que descubrían pasadizos o puertas secretas que los llevaban a otros mundos, donde vivían inimaginables aventuras, en las cuales se destacaban siempre los valores de lealtad entre hermanos o amigos, respeto por los animales compañeros y salvajes y sobretodo la virtud de la aventura, el desafío de explorar sin temor lugares desconocidos.
Rosa y su padre salían con frecuencia a caminar, recorrían las plazas, las calles y avenidas, al llegar a la Carretera Panamericana subían a unos enormes puentes peatonales que le impresionaban mucho, tenían al comienzo una gran escalera de caracol o bien unas largas rampas muy cansadoras, de todos modos uno podía ayudarse con la fuerza de los brazos afirmándose de las barandas anaranjadas, al llegar arriba se detenían para contemplar el vasto espacio que se abría ante sus ojos desde esa altura. Bajo sus pies los automóviles pasaban a gran velocidad añadiendo más ímpetu al viento que reventaba en sus caras. En ese lugar el silencio cumplía la función de comunicarlos, los minutos transcurrían lentos, en la mente de ambos asomaba la calma y un fuerte deseo de abrir los brazos y volar. El cielo ofrecía sus atardeceres mágicos, que hechizaban al mirarlos, se quedaban quietos recibiendo con gratitud aquel espectáculo.
El sol anaranjaba sus rostros y alegraba su alma hasta que desaparecía tras las nubes o el horizonte infinito.
Rosa en su imaginación creía ver más allá de los cerros de la cordillera de la costa, alcanzando con su mirada fantástica ciudades costeras con todas sus casitas de colores y hasta veía el mar tragándose al sol.
Hacia el lado opuesto podían ver la cordillera enorme, magnífica con sus cimas de nieve tornasolada y su piedra morada. Rosa también creía ver pueblitos pequeños con cientos de casitas encendiendo sus luces para recibir la esperada tranquilidad de la noche que en un envolvente silencio invita a recogerse en el hogar, tomar algo calentito y dormir acurrucado en una cama mullida para dejar que los sueños ocupen por completo el mundo secreto que existe en la mente de las personas. Así volvían a la casa.
Durante los meses de primavera partían por las mañanas con un destino determinado previamente por su padre, él no le adelantaba detalles pero al llegar Rosa comprendía que se trataba nada más y nada menos que del circo, pero no acudían a la función, si no a las instalaciones desiertas, a esa hora todo el personal de los circos dormía y quedaba para ellos todo a su disposición, el padre de Rosa recorría los juegos con entusiasmo. La encaramaba sobre algún carrusel y empujaba para moverlos unos pocos centímetros, podían cambiarse al juego que quisieran porque nadie se los podía quitar en ese momento, todo lo que había allí era sólo para ellos, la carpa, los juegos, las jaulas de los animales y los animales que se podían visitar sin problema, se veían despiertos, tranquilos, parecían disfrutar de la quietud de la mañana. Realmente Rosa y su padre se sentían los dueños del circo.
Sólo el apetito de la hora de almuerzo los hacía regresar a casa o bien algún payaso recién despertado que les daba un ratito más de permiso y les decía que se fueran luego antes que apareciera el verdadero dueño.
Padre e hija disfrutaban caminando, su padre le decía que caminar ayuda a pensar, aunque a veces en su cansancio Rosa terminaba al apa o encaramada en los hombros de su padre.
Otro recorrido frecuente y que podían visitar en cualquier época del año era la Feria Libre, donde desfilaban gran cantidad de personas de diferentes tipos; algunas mujeres gordas y contentas con ropa multicolor que ofrecían sus verduras a grandes voces, hombre viejos y gastados mendigando monedas con un tarrito, niños con las manos sucias empujando carretones llenos de bolsas con las compras de las dueñas de casa, gente vendiendo chillones pollitos amarillos amontonados en el suelo con una caja de cartón como corral, etc. pero lo más genial de todos ellos era un hombre de enormes zancos y largos pantalones que tomaba a Rosa por los aires y la elevaba a una altura de casi tres metros. Rosa pensaba que estaba demasiado alta y costaba mucho bajarla de ahí, a veces caminaba en brazos de este gigante a lo largo de toda la Feria, su padre los acompañaba con orgullo y alegría en el rostro.
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Las estaciones continuaron su incansable paso y la familia se trasladó a vivir a otra comuna, cerca de la casa de su abuelita y cerca de los cerros. Fue como comenzaron a recorrer lugares asoleados con senderos y huellas que llevaban a ninguna parte, la bicicleta los transportaba cada vez más lejos, inventaron una melodía para volver a la casa y otra para seguir el camino desconocido, se llamaban "la canción encontradora" y "la canción perdedora", Rosa a menudo prefería entonar la perdedora y seguían largas horas en los cerros, encontrando un canal por aquí, un puente por allá y hasta una mina de maicillo. Durante el camino de subida su padre caminaba empujando la bicicleta y Rosa iba sentada en la parrilla pues desde el asiento no alcanzaba el manubrio. A ratos se sentaban a descansar y ella recogía piedrecitas para llevar a su casa, tomaban mucho sol que renovaba sus energías y se estiraban de espaldas sobre el pasto a mirar las nubes, inventando historias con los personajes que iban apareciendo en ellas. Al volver el camino de bajada se transformaba en una fiesta, volaban al atardecer en la bicicleta para regresar a casa.
La madre de Rosa fue haciéndose cada vez más ajena a los cuentos y los viajes de exploración, pero sucedió que la economía del hogar requería de iniciativas y a Josefina se le ocurrió la genial idea de participar en el mundo de las ventas puerta a puerta.
Para estos menesteres Rosa se convirtió en la perfecta acompañante de su madre que recorría las casas de sus conocidos llevando un negocio de tejidos de hilo.
Para ella su madre eligió un suéter de hilo color mantequilla, una prenda demasiado delicada como para usarla tan seguido, a Rosa le gustaba mirarla, tocarla y olerla, y sólo la usaba para salir con su madre cuando iban a hacer algún trámite importante o para su cumpleaños y hasta para la navidad.
La madre de Rosa al parecer era muy inquieta o talvez inestable en el asunto de las ventas y sin motivo alguno apareció un día con muchos juguetes en la casa. Había cambiado los tejidos porque la gente le encargaba juguetes. Seguramente sería época de navidad.
Rosa se adjudicó una cocina en miniatura con lavaplatos de verdad, en realidad solo salía agua por la llave al llenar un recipiente y conectar una manguerita. Pero era maravillosa, tenía todos los utensilios en perfecta escala; sartenes, espumaderas, verduras, etc.
Durante algunos meses se la pasaron en esa entretenida rutina de hacer demostraciones de los juguetes, aunque lo que siempre escaseaba eran las pilas, seguramente en esos tiempos eran muy caras y por lo general los juguetes usaban muchas y de las más caras. Probablemente el negocio de los juguetes tampoco fue muy rentable y se desvaneció en el tiempo.
Los negocios de la madre se devenían entre ollas de acero inoxidable, con utensilios cada uno más ingenioso que el otro -había desde cafeteras hasta cuchillos ultra flexibles y de filo eterno, que formaban parte de toda una perfecta y grandiosa batería de cocina- y toda una familia de herméticos, pero realmente herméticos, de todos los tamaños y colores, a los cuales Rosa nunca consiguió dominar del todo. Pues no logró encontrar la técnica para cerrarlos.
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El trabajo en la clínica retomó los turnos largos, y durante dos noches y tres días la madre de Rosa desaparecía por completo.
Fue probablemente en esa época que Rosa comenzó a entrar en el mundo de los cuentos que le contaba su padre, pasaba muchas horas mirando por la ventana de su habitación.
Una noche en que la luna iluminaba el cielo Rosa vio abrirse de par en par las ventanas, un viento frío la despertó moviendo violentamente los visillos y ella sin querer salió de su cama flotando suavemente por los aires, la luz la invitaba a avanzar hacia delante, sentía el aire frío en su cara y cuello, el pelo se le revolvía pero se sentía a gusto, como hipnotizada por la luna, cruzó el enorme patio y la reja de calle y se vio de pronto afuera de su casa, comenzó así a recorrer el barrio, más allá de su casa volando por sobre los cables del tendido eléctrico, todos los vecinos dormían pero Rosa no sentía miedo, se sentía segura en esas calles pues su abuelita y sus tíos vivían en la cuadra siguiente. Era muy entretenido volar a esa altura, las luces eran anaranjadas y se podía ver las calles vacías y los árboles que afirmaban sus hojas para que el viento no se las llevara. Observaba con atención los patios de los vecinos curioseando todo lo que había, era un gran privilegio entrar en la privacidad de quienes ni siquiera la conocían. Luego de algunas horas Rosa retornaba a su cama y se dormía.
Cada noche Rosa volaba un poquito más lejos, en una ocasión logró cruzar los cerros que ya conocía bien en los recorridos que hacía con su padre durante el día en bicicleta y se encontró en un mar de montañas, hacía más frío que de costumbre y la luz de los faroles ya no iluminaba el camino, pero Rosa no sentía aún ganas de volver, continuó pues y descubrió paisajes maravillosos, con ríos que cantaban al bajar desde los cerros, y piedras de colores que brillaban cada una reflejando una estrella o un lucero, recorrió bosques deshabitados y pudo comunicarse con aves nocturnas que le daban la bienvenida, a veces bajaba al suelo para caminar descalza sobre la hierba húmeda y se sentía tranquila y contenta de poder disfrutar de este don que la hacía diferente.
Cierta vez ocurrió que durante una tarde, mientras toda la familia tomaba once al interior de la casa de su abuela, Rosa salió volando por los aires luego de impulsarse muy fuerte en el columpio que le había fabricado su padre debajo de un enorme damasco imperial, Rosa se sorprendió al ver que también podía volar a plena luz de día y con su familia despierta, pues siempre lo hacía en secreto, sin embargo sólo dio unas vueltas y aterrizó unas calles más allá, pensó volver rápidamente pero como ya había bajado debía hacerlo a pie, no fuera a suceder que algún vecino la viera flotar por los aires y le contara a las demás personas pues Rosa creía que si alguien la descubría se rompería la magia que la hacía volar, creía esto porque nunca en todos sus vuelos se encontró con otro ser humano. Al aterrizar en la calle se sintió nerviosa pensando que alguien de su familia podría notar su ausencia y comenzó a correr con todas sus fuerzas, alcanzó tanta velocidad que sin querer nuevamente estaba subiendo en el aire, volvió rápidamente a su casa sin mirar atrás y entró para tomar la leche con milo y comer pan con mantequilla y mermelada.
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Rosa comenzó a quedarse en la casa de su abuelita, que era una pequeña parcela, con gallinero y parrón, una gata y una perra, allí se dedicaba a jugar y también cuidar el pequeño huerto que había en el patio, la abuelita le enseñaba el nombre de cada una de las matas de la huerta, antes de almuerzo salían a buscar orégano o perejil y aprovechaban de comer alguna hortaliza ya madura, la abuelita elegía para su nieta las hojas más tiernas de espinaca francesa que eran un manjar, eran tan ácidas que no era necesario aliñarlas con limón, se lavaban con agua y listo, también recogían frutillas, tomates y porotos verdes, Rosa jugaba con tierra y era una experta en el arte culinario de colar la tierra con un colador viejo que le había regalado su abuelita, luego mezclaba cuidadosamente el fino polvo con distintas cantidades de agua para formar cremas, pasteles y tortas que decoraba con bolitas de barro y hojas de varios tamaños y colores, utilizaba como molde para los queques una lata azul de crema para las manos que su tía le había dado, quedaban perfectos.
Por alguna razón a Rosa le tocó levantarse un día muy temprano, era todavía de noche, su abuela la despertó, la vistió adentro de la cama, le dio la leche y salió bien peinada a la calle de la mano con su tía, desde ese día empezaron a viajar cada mañana muy temprano a la escuela donde ella trabajaba, todavía no tenía la edad para el jardín pero iba de oyente, aquel era un lugar bastante especial, una escuela rural muy apartada de la casa, debía cruzar varias comunas en micro para llegar donde se acababa el camino y estaba la escuela, el viaje en micro era toda una aventura, por una parte casi todas las personas que tomaban ese recorrido se repetían cada mañana y eran conocidos de su tía profesora y por otro lado el viaje en si mismo era algo peligroso, la micro al salir de la ciudad cruzaba un puente que se adjudicaba la leyenda de haber sido visitado por el mismísimo diablo en persona y a su vez expulsado desde ahí por Dios, quien resguardaba el paso hacia el otro lado de todas las personas que por allí cruzaban cada día. Luego de eso avanzaba por un camino lleno de curvas y subidas empinadas que bordeaban el río que se encontraba allá abajo a muchos metros. En el camino había grandes casas con muchos árboles y de vez en cuando pasaba por el lado del bus una carreta tirada por caballos, o jinetes que la saludaban sacándose el sombrero, algunos niños también llegan a caballo al colegio. Luego de una hora y media de recorrido llegaban a la escuela y el microbús se devolvía. Realmente era una aventura.
La vida de Rosa transcurría entre la escuela rodeada de cerros llena de niños campesinos, los juegos en la casa de su abuelita, y los cuentos y paseos con su padre, y sin darse cuenta Rosa dejó de ver a su madre, se transformó en una figura lejana pero querida y admirada, la belleza de su madre no cambiaba en la retina de Rosa, su nariz perfecta, sus ojos almendrados de rizadas pestañas, su piel blanca y su suave voz, Rosa cantaba a menudo las canciones que su madre le enseñó mientras hacía pasteles de barro, cantaba mientras volaba en su columpio y cantaba a voz en cuello mientras viajaba en el bus hacia el colegio entreteniendo a todos los pasajeros.
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Rosa siguió volando durante las noches y lo hacía porque tenía el don. En un comienzo pensaba que eran solo sueños que tenía por las noches pero ocurrió que un día visitó la cada de uno de sus vecinos de la otra cuadra y se dio cuenta que el patio le resultaba familiar, reconoció perfectamente todas las cosas que había allí. El vuelo hacía pensar a Rosa que el mundo no es tan sólo como se le presenta a los niños, ella vivía de otra forma la vida, nunca comentó esto con otros niños pero suponía que ellos no poseían la misma virtud, sus amigos del barrio jugaban agrupados pero ella disfrutaba más de la soledad, a veces lograba cautivarlos con alguna de sus ideas como cuando se le ocurrió en pleno verano sacar el alquitrán derretido que había en la calle para hacer figuritas como si se tratara de plasticina, a ella nadie la retó pero a los otros niños les prohibieron seguir haciéndolo En la imaginación de esta niña ocurrían cosas demasiado maravillosas como para volver a la realidad, no se puede decir que Rosa era una niña tranquila, siempre se estaba encaramando a los árboles o hasta se subía sobre la pandereta de la casa con el gato en brazos para mirar el atardecer, los adultos de su familia no cuestionaban su comportamiento excepto cuando sus aventuras la hacían correr algún riesgo como subirse al techo pero como era bastante ágil nunca sufrió una caída y su abuela y su padre la dejaban prácticamente hacer todo lo que quisiera. Era amiga del verdulero que pasaba en su carretela con un caballo, la dejaba subirse y dar una vuelta con él, el señor de los huevos también la paseaba en su triciclo, las personas eran buenas con Rosa y ella las entretenía porque era muy buena conversadora.
Poco a poco se fue transformando en una personita dotada de gran independencia, su corazón reconocía a la libertad como el valor más profundo que le entregaba su familia, disfrutaba plenamente de ser niña, no gastaba tiempo en imaginarse cómo sería su vida de adulta, y cuando alguien le preguntaba qué quería ser cuando grande se limitaba a responder que aún faltaba mucho tiempo para eso.
La familia de Rosa la constituían sus padres, su abuela y su tía y su tío, para ella eran todos, los seres más buenos de la tierra, los quería tanto y se sentía tan querida que todo funcionaba bien para ella. Todos vivían cerca y eran muy alegres, siempre celebraban los cumpleaños, las navidades y los años nuevos, hacían harta comida, y en verano almorzaban bajo el parrón, en las fiestas había pocos regalos pero eso no era importante, en realidad ella hubiera preferido recibir uno solo y con ese entretenerse en todos sus juegos pero a veces llegaban varios, para la navidad ayudaba a adornar el arbolito y era la encargada oficial del pesebre que ordenaba con mucho cuidado, después que pasaba la navidad guardaban todo muy bien y lo dejaban listo para el otro año, nada era desechable. Josefina hacía siempre la torta y las galletas, era muy entretenido porque le daban un pedacito de masa para jugar y hacía sus propias creaciones, y aunque la galleta de Rosa quedaba adornada con la mugre que tenía en las manos, igual la echaban al horno y ella esperaba a que estuviera lista para sacarla, mostrarla a todos y comérsela con gran satisfacción. Para un año nuevo Josefina quiso cambiar de labor y propuso ser la encargada de la cena, estuvo mucho rato cocinando y finalmente presentó un exótico plato de caracoles de jardín que estuvo criando durante un mes en un cajón de madera lleno de aserrín y con dieta estricta de lechuga. Rosa no quiso probar pero todos comentaban que era muy rico y sabía a chicharrones de verdura.
Los padres de Rosa habían logrado ahorrar dinero en el banco gracias a su trabajo y al apoyo del resto de la familia, ahora tenían independencia económica y pudieron por fin comprar una casa para ellos, y aunque ya no estaban tan cerca de su abuela, y sus tíos, había muchas otras cosas buenas, era increíble tener un dormitorio para ella sola y tener un nuevo patio para descubrir y desenterrar tesoros, ese lugar prometía muchas aventuras nuevas. A este cambio se fueron sumando otros de gran importancia en la vida de la niña, que fue creciendo y aprendió a disfrutar de una vida normal como la de todos los niños, comenzó a ir al colegio y a tener más responsabilidades. Pudo leer a su antojo y también escribir además de las tareas, cartas para el día de la madre y poesías para el día del padre.
Con el tiempo llegó un nuevo integrante, un hermanito no muy sociable que tardó dos años en compartir los juegos con ella, antes era muy pequeño y llorón, tempo después la más dulce de las niñas nació en su familia, su hermana, una niña morena con profundos ojitos negros y ternura incomparable. Finalmente un cuarto hermano apareció de pronto cuando Rosa ya era adolescente y no se le pasaba por la cabeza ni por un instante la idea de tener que compartir su pieza con su hermana pequeña como sucedió entonces. La familia crecía escribiendo su propia historia, ya más alejados de su abuela y sus tíos. Sin embargo su casa era visitada muy seguido por la familia que los extrañaba grandemente. En aquella casa se celebraron el matrimonio de su tía y el bautizo del primer hermano, también a los cumpleaños de Rosa asistía toda la familia, pero las navidades y años nuevos se siguieron celebrando en casa de su abuelita.
Los dientes de Josefina se fueron juntando ordenadamente tal como previó el dentista, cuando ella sonríe tiene tres dientes delanteros en vez de cuatro. Todavía desaparece de la casa por dos o tres días pero Rosa ahora sabe que la libertad y la independencia fueron las virtudes que recogió como herencia de su madre y que son esas las cualidades que le hacen sentir tanta admiración por ella. La aventura y los sueños que hacía realidad su padre dejaron en ella las ganas de vivir con alegría y valor, amando a la familia como el tesoro más preciado pero sin sentir jamás la necesidad de poseerlos como un objeto egoísta sino entendiendo que la vida entre las personas es para compartirla y poner cada uno de su parte para hacerla impredecible y maravillosa. Rosa y su madre en el fondo son muy parecidas; aman por sobretodo a la familia pero llevan en el corazón la libertad como la fuerza que usan para hacer girar el mecanismo de la vida.
Para volar no se necesitan alas, puedes salir cada vez que desees, y avanzar sin temor alcanzando más altura, llegando más lejos, basta con mirar hacia el cielo, respirar profundo y dejar que la imaginación y el viento nos envuelvan, para poco a poco irnos elevando hasta sentir que ya somos libres.
FIN