La tía Tamara era una joven ejemplar, tercera de cuatro hermanos en una familia donde el padre no alcanzó a conocer la escuela y la madre tuvo la ilusión de sentirse estudiante sólo hasta el 3º de preparatoria.
Una noche de diciembre tomó rumbo a Antofagasta, previo a haber acordado por carta un alojamiento seguro en casa de una tía lejana.
Ansiosa, se despidió se su familia sin llorar, sabía que no iba a la vuelta de la esquina pero confiaba en la buena estrella que alumbra la frente de las personas constantes y esforzadas.
Fue recibida como se acostumbra a recibir a los familiares que vienen de la capital, con muchas preguntas y comida. Le asignaron una habitación independiente con ventana hacia el patio, un enorme ropero donde distribuyó sus pocas pero bien elegidas prendas y una cama con somier de alambre y colchón de dos piezas que se hundía al medio formando un nido, cuyo algodonado espacio no contribuía al sofocante calor que por las tardes acostumbra recoger la siesta de los habitantes del norte.
La mañana del lunes partió muy temprano a tramitar su matrícula en la universidad; Pedagogía General Básica, para ser una niña de bien se puede elegir un futuro como profesora o enfermera.
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¡Qué bueno es tener las cosas claras! ¡Las metas claras! Pudo disfrutar tanto la Navidad que pasó en Santiago junto a su familia, adornó el árbol como cada año, cenaron y repartieron los regalos. Una semana más tarde los más enfáticos abrazos de año nuevo fueron para ella deseándole lo mejor en su próxima etapa por vivir, en otro lugar, con otra familia y una nueva y gran responsabilidad. Disfrutó cada día del verano saboreando los almuerzos bajo el parrón que remataban con la correspondiente sandía con harina tostada de postre.
La carrera no era demasiado exigente, sus compañeras, casi todas de seño femenino, eran jóvenes de distintos lugares del país, amables y generosas como cualquiera que se halle lejos de familia. Su horario le permitía trabajar como secretaria ayudante de la secretaria de su director de carrera, lo que significaba un gran aporte para los gastos básicos de cualquier estudiante universitaria.
Los años pasaban como de costumbre, entre pruebas, exámenes y trabajos en grupo, buenas relaciones con su familia adoptiva, mientras ayudara con el aseo y orden de la casa, y veranos maravillosos durante los cuales se abastecía de comida y cariño para el resto del año, acarreando en marzo enormes bolsos cargados de mermeladas, mate, y pan amado por su madre, que no alcanzaba a durar una semana.
A finales del quinto año recibió su título en una pequeña ceremonia donde sólo pudieron asistir su tía y su primo menor, quien se encargó de tomar las fotografías para la familia que esperaba en santiago a su hija profesora.
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Su primer alumno en la vida, había sido su propio padre (mi abuelo), cuando ella tenía unos 10 años y cursaba el cuarto año básico, cada noche durante un año enseñó las lecciones del silabario y más tarde avanzó con el Santillana de castellano para primero básico.
Tenía carisma con los alumnos y sus apoderados, generaba vínculos, cada día enseñaba las materias intercalándolas con canciones y hasta bailes, para hacer del colegio una escuela de magia, magia del alma y de la mente.
La tía Tamara no tenía tiempo para pololear pero sí para tener buenos amigos y amigas, cada fin de semana organizaban juegos de cartas, asados o salidas al cine, en las vacaciones de verano, tomaba sol en los prados de la piscina municipal junto a sus amigas. En una de esas salidas fue cuando me obstiné en ir con ellas, tuvieron que agregar mi toalla y mi traje de baño al bolso y subirme a la micro para que parara de llorar.
La verdad es que me encantaba estar con la tía, la miraba y la admiraba, sus uñas perfectas, su cabello peinado, su ropa siempre limpia y perfumada con la Sweet Honesty de Avon. Unas de las cosas buenas de salir con la tía era que se me otorgaba el honor de recibir unos toques de la colonia detrás de las orejas y quedaba todo el día oliendo a la tía Tamara.
Íbamos las dos a la misma escuela, ella al 5º básico y yo al pre-kinder, tomábamos desayuno en la sala de profesores, entre pruebas y tiza los profes que ella llamaba “colegas” me regaloneaban como la mascota del colegio.
Volvíamos cansadas pero contentas, después de tomarme la leche y bañarme, con el pijama puesto la acompañaba un ratito mientras corregía pruebas, al día siguiente despertaba muy temprano en mi cama sin recordar como había llegado ahí.
Nuestros caminos se separaron cuando mis padres pudieron dar el pie para una casita nueva en otra comuna. Debí encontrar un nuevo colegio y asumir la vida como un camino propio.
Me sorprendió cuando un sábado por la mañana apreció la tía Tamara de visita como de costumbre con del tío Daniel, pero acompañada además por un hombre al que a ratos le tomaba la mano y con el cual conversaban en medio de carcajadas.
Pasó todo el día y no tuvimos tiempo para jugar como siempre, y tampoco disfruté de observarlas mientras cocinaban con mi madre porque pasó la mayor parte del tiempo sentada al lado de aquel hombre. A ratos en el living y otros en el patio, yo los seguía a todas partes e intentaba interponerme entre ellos proponiendo algún juego pero a cada intento recibía por respuesta un ¡Vaya a jugar con su tío Daniel!, que por esos años no me daba ni bola.
Todos fuimos creciendo, la tía Tamara se casó y tuvo sus propios hijos, el tío Daniel se fue a Valparaíso a estudiar Pedagogía en música, y yo aprendí a compartir la atención de mis padres con tres hermanos menores.
Busqué mi propia historia y me puse a pololear con un chiquillo del colegio, dimos la prueba de aptitud académica y con un puntaje espectacular mi pololo entró a Medicina Veterinaria en la Universidad y yo con mis escuálidos 570 puntos me matriculé en Pedagogía en Inglés, sintiendo que mis sueños de estudiar teatro se iban alejando un poco más.
Con la inmadurez de la juventud se nos pasa la vida entre besos y abrazos mientras los académicos hacen esfuerzos por concentrarnos en su clase, y nada, me eché dos veces fonética y mi pololo hizo lo propio con no sé que ramo.
Y ahí estamos, buscando trabajo para hacer algo, ayudando en la casa como una nana puertas adentro mientras mis padres felices de tenerme a cargo del buque aprovechan de hacer sus cosas, y mi pololo y yo creyendo que la juventud es eterna pensamos que para la otra será y nos preparamos para dar la prueba otra vez.
La prueba no es para mí, lo repito mientras enjuago la ropa en el lavadero del patio muerta de frío. Las clases del preuniversitario más rasca que encontramos no me entran ni me salen, pasan de largo, estoy cayendo en una profunda depresión, no soy ni estudiante ni dueña de casa ni formo parte oficial de la masa trabajadora.
Mi puntaje da pena, y mi pololo muy mateo, entra a estudiar psicología en una universidad tradicional, cada vez me siento más tonta, más invisible, no pertenezco al sistema, cuando llega una cuenta me ofrezco ansiosa para "salir" a pagarla, y tener la extraordinaria oportunidad de tomar el metro o la micro, compartir aunque sea por un rato las caras de otras personas.
Como la depresión avanza sin consideración, restregándome en la cara la vida universitaria de mi pololo, busco una sicóloga, que si bien no toma mi caso, me deriva a un taller de teatro de cual lograré asirme como a un trozo de madera en medio del mar. La vida comienza de nuevo, amigos, actividades, compromisos, y sueños. Esta vez elijo un preuniversitario de mayor prestigio, pero es igual al anterior, la diferencia es que quiero aprender, me doy cuenta que me encanta la historia, y el lenguaje y en matemáticas no lo hago tan mal, igual el asuntillo de los ensayos y la famosa prueba me tiene sin cuidado, para ser sincera me carga.
El puntaje me alcanzó para quedar en un orgulloso puesto numero 148 en la lista de espera de pedagogía básica. La lista corrió con todos los otros estudiantes que eligieron salvar su futuro y matricularse en otra carrera. Y ahí llegué yo, desde el primer día de clases armando polémica. Que cómo era posible que no tuvieran claro los incompetentes, en dónde teníamos la famosa clase de bases de la educación I, por fin después de recorrer en rebaño la universidad entera, dimos con la clase que duró veinte minutos donde escuchamos puras huevadas de la vida personal de la profesora.
La vida universitaria no era tan diferente de como la imaginaba, hartas clases malas, profes antiguos repitiendo la misma planificación que habían hecho hace treinta años y compañeros que no entendían para dónde iba la micro, pero como los trabajos en grupo eran pan de cada día, entre todos hacíamos algo que se parecía a lo que los profes pedían. También en grupo hacíamos las monedas para salir de "El tiempo en la botella" con las mochilas sobre exigidas en su capacidad con las cajas de vino amenazando con reventar el cierre.
Nunca, en toda la carrera dejé de acomodarme en mi cama a disfrutar de un reparador sueño por causa de una prueba - hasta tuve tiempo de casarme con mi eterno pololo-, excepto una noche en que el trabajo a presentar requería tal cantidad de manufactura de material didáctico en miniatura que a pesar de los litros de café, el juego de encaje verbal me sacó de quicio y lo cedí a mi compañera para encargarme del dominó de palabras.
Hice la práctica en un colegio muy tradicional, un cuarto básico de 42 alumnos cuya principal característica era el mutismo que presentaban los alumnos ante su profesora jefe, una señora estacionada en sus 63 años como un tanque de guerra varado camino a la cima de un cerro, ya no procuraba ni le interesaba subir más.
Yo intentaba llevarme bien con ella y con los niños, aunque ella se encargaba de dejarme bien en claro que ambas cosas eran incompatibles. Yo hacía mi mejor esfuerzo y no lograba reconocerme frente a ese modelito en unas décadas más, definitivamente me sentía más identificada con los alumnos, puedo afirmar que toda la práctica fue como un deja vú de cuatro meses.
Elaboré mi portafolio acomodada en el bufete del abogado del diablo, despotricando contra la imperturbable obsesión por el SIMCE de ése colegio y defendiendo a regañadientes el desempeño de la profesora jefe, no fuera a ser que me evaluara mal.
Llegué atrasada a la ceremonia de egreso, y tuve que salir al final con el grupo de alumnos de la sede Graneros, igual mis padres estaban contentos y mi marido también. Fuimos a celebrar y realmente se veía felicidad en el rostro de mis compañeras, lo atribuí a la diferencia de edad, probablemente si me hubiera titulado de cualquier cosa a los veinte habría saltando en una pata como ellas.
Fui contratada en un colegio "alternativo", y pensé que mi buena estrella había brillado para no hacerme sufrir la experiencia de caer en un colegio con inspectores aterradores, armados hasta los dientes con las hojas de vida del libro de clases y estandartes de guerra con la palabra "condicional" o "expulsado" bordados en filigrana dorada. Mientras trabajaba entre alfombras e incienso pensaba qué bueno que me salvé de esas salas de profesores subrepticios tras cerros de pruebas.
Los meses avanzaban y la realización profesional no llegaba, a pesar ser parte de un proyecto educativo con un método lo suficientemente parecido a mi forma de relacionarme con las personas, no me sentía cómoda, el método me era familiar, pero aplicado en ese entorno me resultaba forzoso y el resto de las personas también parecía notarlo, pero como donde manda capitán, no manda marinero, no había mucho que sugerir, pues el colegio ostentaba en su enorme letrero erigido en la esquina de un barrio residencial de la comuna de Las Condes que aquel método de enseñanza era la última chupada del mate para la gente "alternativa" (con plata) y el director vendía la pomada a cada visitante, ofreciéndole un tour por los distintos ambientes del colegio.
Estábamos 2 profesoras a cargo de dos cursos, dentro del mismo salón, y en teoría los niños debían realizar actividades en conjunto, pero cada día terminábamos cada una por un lado arrinconada con su curso tratando de concentrarse y concentrar a los niños, no había horarios fijos, ni consecuencias claras para reparar daños, en resumen, dentro de la sala funcionaba claramente una niño-cracia, avalada por la única y gran premisa de que "el cliente siempre tiene la razón", y lo peor de todo era que los niños tenían plena conciencia de su posición de ventaja. Claramente mi labor docente quedaba reducida a los caprichos de los alumnos, y que en esas condiciones socioeconómicas se daban a gran escala. Para mi bien, -después lo vine a entender- fui despedida, argumentando razones económicas, realmente el negocio no estaba tan bueno y en una decisión absolutamente opuesta al método, el director había decidido dejar una sola profesora por salón.
Forré santiago con mi C.V. y a fines de abril me llamaron de un colegio que queda cerquita de la Toma de Peñalolén, el propio director me dio las indicaciones de cómo llegar y hasta el número de la micro que me servía.
Tomé 8 cursos de 5º a 8º, cada cual más complicado, los niños carecían absolutamente de cualquier hábito de buen comportamiento, se golpeaban e insultaban como única forma de comunicación, escuchaban música con los audífonos puestos durante las clases, las groserías eran de una variedad y corte mayúsculos, etc., no puedo negar de que al menos 5 de los 45 que había por sala mostraban interés y respeto, pero realmente la fórmula a la cual ellos reaccionaban era el clásico estampado en el libro de clases con eventual citación al apoderado o expulsión, nada nuevo. Como mi forma de ver la vida y, por consiguiente, el proceso de aprendizaje no se relaciona directamente de las amenazas, comencé a practicar un casi exagerado buen trato y poco a poco fui obteniendo resultados asombrosos, mis primeros acercamientos físicos eran en principio incomprensibles para los niños, acercaba mi mano para acariciar su mentón y retrocedían automáticamente anteponiendo incluso sus manos como escudo, pero cuando se fueron dando cuenta que sólo quería hacerles un cariñito para felicitarlos o pedirles más esfuerzo para una tarea, las cosas comenzaron a cambiar. Al cabo de unos meses me entregaron la jefatura de un segundo básico, me sentía como pez en el agua, los niños son capaces o más bien, están esperando que alguien quiera recibir lo bueno que tienen para entregar, los apoderados comenzaron a participar más de cerca en el proceso de aprendizaje de sus hijos, tanto en los contenidos del colegio como en las actitudes que nos ayudan a disfrutar mejor la vida.
Sin quererlo comencé a aplicar algunas cosillas puntuales del método que promovía mi anterior colegio. Con firmeza frente a reglas de convivencia; agradeciendo, pidiendo permiso, por favor, siendo ejemplo en cada momento , logramos generar un ambiente de tanto afecto y respeto que pronto los niños comenzaron a tener mayor comprensión de los contenidos, y sobretodo más interés, siento verdadera alegría cuando un alumno logra un pequeño avance y lo luce con orgullo y yo sólo me encargo de felicitarlo, de contarle a todo el curso y de reafirmarle que era tan fácil, y que ahora nos queda seguir con más desafíos porque lo bueno de esto de venir al colegio es que todo está hecho a nuestra medida y que somos las personas las que hacemos el colegio, que de nosotros depende que las ocho horas de cada día que pasamos ahí dentro signifiquen un tormento o una instancia para aprender a vivir mejor, hacer amigos y darnos cuenta de lo que somos capaces, todo ello para sentirnos bien con nosotros mismos y despertar por la mañana agradeciendo tener la oportunidad de pertenecer a un grupo de personas que intenta lo mismo que yo.
Seguramente esa palabra que se llama vocación no tenga un verdadero significado para quien no lo ha experimentado, nunca quise ser profesora aunque los ejemplos de mi familia me hagan admirar y respetar la profesión con un particular afecto, y aún hoy sigo sin entender lo que llaman vocación, para explicarlo mejor puedo resumir que más importante que cualquier labor es la dignidad del humano que la realiza, porque si de algo tengo certeza es que no podría permitir que alguien diga de mi que soy una profesional mediocre, satisfecha, ése es el punto, porque el error que se comete con todos nosotros es hacernos creer que el proceso educativo finaliza con el título en la mano y todos quienes han vivido antes que nosotros han comprobado que el proceso termina sólo con la muerte, y estar satisfecho con lo aprendido es adelantar la muerte. La vocación si se quiere, prefiero tomarla como vocación por vivir, pero vivir de verdad, encontrando a cada paso que doy un nuevo aprendizaje, humildemente con el único fin de ser mejor persona.
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