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Las veredas dejan historias, de pasos dados por gente que también tiene sueños -pero algunos no lo saben-, piensa, mientras el sol tibio de la tarde lo besa en la mejilla.
Durante el ocaso, que dura pocos minutos, aprovecha de meterse por las ventanas de las casas que comienzan a encender sus luces y aún no han cerrado sus cortinas, y quisiera estar ahí dentro, en cada comedor, para tomar té calentito y comer queque y pan con mantequilla. Esa hora antigua, cuando ya todos han llegado y la casa deja de estar fría para reunir a la familia.
Cuando cae la noche y el reflejo de la luz no permite ver el paisaje, intenta a la fuerza mirar las luces allá lejos, no quiere distinguir si la cuidad lo embruja o lo atrapa. Sabe que nunca va a olvidar los letreros luminosos que vio cuando niño; el de las pantys, donde varias piernas bailaban como estrellas, o el de aluminio con un monito mágico, y el de champaña! que te hacía sentir como si fuera año nuevo todos los días. Ninguna luz se iguala a eso.
En las mañanas la micro va tan llena que se pasa una hora mirando los zapatos de la gente, juega a adivinar sus rostros con esa única pista. Luego de revisar sus aciertos o fallos, continúa con la ficha clínica de los pasajeros, intenta descifrar sus maneras de vivir.
Pero cuando llueve, nada es mejor que cuando llueve, aunque el vidrio se empañe, sabe que allá afuera todos huyen y él en cambio, va tan tibio y seguro en su butaca de cine.